La Semana
Santa en Málaga es grande. Sí, lo es porque se puede participar de diferentes
formas por su carácter abierto y por su capacidad de envolvernos en su majestuosidad.
Es un festejo
de regocijo y de alboroto, de lluvia y de sol, de frío y de calor en el que se
movilizan alrededor de ochenta mil personas sólo en los grupos de cofradías,
cuya dedicación es ejemplar. Es una manifestación que activa a los propios y
ajenos en una pasión por el arte efímero
y el arte concreto materializado en grupos escultóricos de gran calidad y
dramatismo como los realizados por Susso de Marcos, y los de considerable data como
La Virgen de los Dolores esculpida en el siglo XVIII.
Es una
experiencia de valor cultural intangible que nos conmina, entre incienso,
velas, pasión, sentimiento, poesía, colores que se desbordan de los tronos
hacia las calles, música, saetas, luz de velas, el amor de Antonio Banderas por
su tierra y el desprecio de Pablo Picasso por la misma, flores y redobles de
tambor, a un profundo sentir de devoción al ritmo de pasos disciplinados de los
cofrades, que sobre sus hombros cargan orgullosamente la tradición de una raza;
tradición en la que todo lo bueno tiene cabida.
No es extraño
ver a las damas malagueñas llorar ante El Cautivo, El Resucitado o La Santísima
Virgen Reina de Los Cielos. Y enhorabuena porque: El alma blanda se deshace en
lágrimas ante el Cristo y en ese llanto dulce va la esperanza de la Humanidad.
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