Título original: ANIELA BUDA
Copyright ©Olga Fuchs
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“Arroyos irracionales de sangre manchan la tierra…”.
William Butler Yeats.
A los polacos que han padecido tanto
A los alemanes que han padecido tanto
A Egon Daron Buda
A Annita Ferrareis de Daron
A la familia Daron Buda
A la familia Daron Ferrareis e hijos
A mi familia
A los venezolanos que no imaginaron que iban a padecer tanto
A las nuevas generaciones, para que impidan nuevos Holocaustos
Y a todo aquel que defienda la vida
y la civilización occidental.
PRIMER CAPÍTULO
La Decisión.
Observo a mis
nietos jugar en el luminoso jardín y me enternece esa imagen. Sé que pronto
moriré y que debo poner por escrito el relato de mi peregrinación, y la
narración del día en que los comunistas me despojaron de todos mis bienes, de
mis alegrías, de mi amor, de mi Polska.
He postergado la
escritura de esas memorias, pero debo hacerlo, por ellos y por mis hijos. Mi
vida no habrá de terminar en un silencio de miedo. Ya me he curado del temor,
hasta del temor a morir. Ya espero la muerte con tranquilidad, aunque el tiempo
no me ha perdonado y me atiza una edad avanzada con fatigas dolorosas, debo
sobreponerme en este capítulo final, pues los niños habrán de saber que la vida
me ha agasajado y me ha obsequiado dádivas maravillosas, pero también me ha
castigado con severidad.
Así, he llegado a
sentir la muerte como una liberación, a los
combates e intrigas en los que nos sumerge la vida. Es posible, sí.
Mi lucha ha sido
fuerte y no sé porqué me vi obligada a
librarla. Sólo sé que no pude evitarla y que por mis amores debí
afrontarla.
Frente a la trenza
de recuerdos alegres y tristes, hice todo lo posible por escapar de los
horrores, aunque el enemigo me alcanzara, repetidas veces. Ahora sé que en ese
entretejido estamos amarrados a nuestros enemigos y que ellos tampoco pueden
escapar de nosotros.
A menos que en
nuestro camino nos acompañe la poesía.
ÚLTIMO CAPÍTULO
Anioł niezrównane piękno.
En el pasillo hacia la habitación de mamá encontré a Lourdes, la enfermera
que la cuidaba durante la noche, y que se disponía a hacer el cambio de turno
con Esther, quien la atendía por las mañanas. Nos saludamos y me dio el reporte
de atención médica. Asentí sin decir palabras y la señora se despidió con
cortesía. Abrí la puerta con cuidado y entré a la habitación muy temprano en la
mañana; era el tres de junio de mil novecientos setenta y siete.
Mamá estaba de pie, veía a través del cristal del ventanal el jardín húmedo
por el rocío. Apoyaba su mano derecha en una esquina del pequeño escritorio que
Anna había dispuesto para ella a principios de año. Parecía esperar algo o a
alguien. Toqué la puerta con los nudillos para no sobresaltarla y advertirle de
mi presencia. Volteó hacia mí y me saludó:
—Hola Egon. Es un hermoso y tranquilo amanecer. ¿Ya tomaste café?
—Hola mamá. No he tomado café todavía, quise saludarte antes. Pero ya le
pedí a Coromoto que lo trajera junto a unos scons
salados, bizcochuelos y mermelada de durazno. ¡El desayuno favorito de su
señoría!
— ¡Oh Egon! Me mimas demasiado.
—No lo considero así. Tú has hecho por mí y por todos tus hijos tales
esfuerzos que este desayuno o mil quinientos millones de desayunos, serían poco
para compensar tanto esmero de madre. Y ¿Por qué estás levantada? ¿Qué miras
por la ventana? ¿No te sentías muy cansada ayer por la tarde?
—Sí, efectivamente, me sentí muy cansada y hoy también me siento agotada.
Pero, quise incorporarme, siento una prisa que antagoniza con mi viejo cuerpo y
también tengo cierto apremio por decirte algo y he estado ordenando mis
pensamientos. De hecho, he estado escribiendo desde meses atrás.
En ese momento, entró Coromoto con el desayuno para mamá, la cafetera, la
cremera, la azucarera y dos tazas de porcelana. Colocó todo sobre la mesa de
madera cubierta con un mantel de encajes y dispuso el servicio.
—Muchas gracias, tú eres muy amable Coromoto —. Comentó mamá.
—Es una alegría servirle doña Aniela. Disfrute su desayuno. Y usted señor Egon
¿Desea alguna otra cosa?
—No, muchas gracias, sólo tomaré el café, luego iré con Anna y los niños;
están dormidos todavía porque anoche estuvieron hasta muy tarde con el tío
Witold.
—Muy bien, estoy a sus órdenes —. Y salió de la habitación.
—Mamá, y ¿Qué me quieres decir?
—Debo entregarte una carta muy vieja, aunque no tan vieja como yo —. Bromeó
y su rostro se iluminó con una sonrisa cómplice y continuó ─. Un escrito, unos
cuantos documentos, fotografías y, sobretodo, recuerdos —. La ayudé a sentarse
a la mesa y ella se movió con lentitud. Comencé a sentirme curioso y más
curioso todavía por la gran coincidencia entre estas palabras de mamá y la
reciente aparición de Krzystof en nuestras vidas.
Ella comenzó a comer y no quise interrumpirla. Alcé la mirada hasta la
cómoda y noté que había nuevas fotografías sobre ese mueble, apoyadas en las
numerosas botellas de perfumes. Desde allí me miraban muchos rostros
desconocidos, pero comprendí que tenían
mucho que ver conmigo y nuestra familia. Algunos eran rostros juveniles, otros
severos y distantes, como la de una dama que vestía una blusa oscura con un
camafeo ajustado a su cuello y quien miraba fijamente a la cámara con una
actitud desafiante como si dijera: “Yo soy invencible”.
Mamá siguió mis ojos y me dijo: —Esas son fotos que no habías visto. Las he
tenido guardadas durante muchos años y las coloqué allí anteayer. Se han
preservado a través del tiempo. Han resistido gases mortíferos, lluvia, sol,
miedo, lodo y hasta salitre. Se han aferrado a estar presentes, viajan del
pasado al presente con cada mirada que les otorgamos. No aceptan el olvido. Sí,
ya me imagino que tienes muchas preguntas: ¿Quiénes son? ¿En qué lugar tomaron
esas fotos? Todas esas preguntas las respondí por escrito; pero antes de continuar,
tomemos más café —.
Guardamos silencio y con tranquilidad apreciamos la bebida caliente y
aromática. Un placer matutino. Una costumbre que adquirí en el trópico, así
como degustar chocolate. Dos delicias que conocí al llegar a Venezuela.
—Un bolso pequeño de cuero curtido me ha acompañado desde mil novecientos
treinta y nueve. Muy ajustado a mi cuerpo y debajo de mis ropas en las
terribles travesías de escape a través de muchos caminos peligrosos. Me ha
servido para guardar la carta, los documentos y las fotografías que te mencioné
─. Interrumpió el silencio con aquella declaración —. Un bolso que se convirtió
en una segunda piel; una piel protectora de recuerdos, de derechos sobre
propiedades, de gritos ahogados por miedo. Un bolso que he decidido abrir para
mostrar su contenido. Hijo mío, durante muchos años he mantenido silencio, un
férreo silencio acerca de los años que vivimos en Europa, durante la época de
guerra. ¡Ah caramba! ¡La época de la guerra! En medio de una guerra se conoce quién
es quién —. Continué escuchándola sin intención de interrumpirle ─. Existen
personas que aprenden, erróneamente, que sólo pueden confiar en el sufrimiento,
en la pobreza y otros creen que se lo merecen todo, por encima de todos. Y en
medio de la guerra salen a flote todos los “verdaderos yo”. Y puedes
sorprenderte con los cambios que sufren las personas, a veces insospechados. A
quien creías fiel, es capaz de canjear tu vida por una taza de harina. A quien
creías valiente y resuelto, lo ves llorar y temblar antes que los niños. A
quien creías incapaz de matar, lo ves asesinar sin necesidad de hacerlo. O
presencias violaciones a jovencitas, incluso ya estando muertas. Esas vivencias
e imágenes tan terribles se tornan rutinarias en medio de la guerra. Es espantoso
cómo las personas se acostumbran a ese trastrocamiento de los roles, de las
normas, y esa aceptación de la pobreza extrema, del sufrir sin límites. Nunca
creí ser testigo de la prepotencia que otorga un fusil para disponer de las
vidas y actuar abusivamente, escudándose en un simple “seguir órdenes”. He
sentido una inmensa desesperación y profundas angustias para protegerte y para
proteger a tus hermanos. Ha sido mi deber de madre y lo he cumplido. Sin
embargo, en algún momento estamos obligados a abandonar al mundo. Debemos
partir —. Tomó aire, guardó silencio por un momento y exploró en su memoria —.
Tengo nostalgia de Kamin. De la Kamin en la que formé a mi familia, en la que
construí tantos sueños junto a tu padre y junto a mis padres. Recorro con mi mente
todos los lagos y los ríos en los que me sumergí y jugué con mis hermanos.
Tantas alegrías e ilusiones que compartíamos. No imaginábamos que todo ese
mundo tan apacible y armonioso, iba a ser destrozado por completo. La guerra es
un infierno incomprensible. Sólo puedo entenderla como un lazo invisible que
nos une a nuestros enemigos y el que impide escape alguno, de ellos o de
nosotros.
Mamá se reclinó en la silla y respiró profundamente. Cerró los ojos.
—Llévame hacia la cama —. Me pidió —. Estoy desvaneciéndome —. De inmediato y
con mucho cuidado la conduje a su cama. Le acomodé los almohadones alrededor de
la cabeza y la cubrí con las mantas más gruesas, pues la sentí muy fría.
—Descansa mamá, te traeré un vaso con agua y algo de azúcar. ¿Te apetece?
—Sí, pero antes debo darte el bolso, Busca en la segunda gaveta de la
cómoda, debajo de los mantelitos de lino. Ahí está, y dentro, está mi legado.
Caminé hasta la cómoda y encontré el bolso. Lo abrí y le dije:
—Muy bien mamá. Veo que se trata de algo muy importante para toda la
familia. De momento lo dejaré guardado en ese mismo lugar. Regresé hacia ella,
le tomé las frías manos y la besé en la mejilla. Sonrió y bromeó: ─ Busca el
vaso con agua, o quizás sea mejor, un vaso con Whiskey, agua y hielo—.
—Natychmiast piękne matki (De
inmediato bella madre).
Bajé a la cocina. Anna, los niños y Witold ya estaban allí dispuestos a
desayunar.
—Buenos días a todos —. Saludé y abracé fuertemente uno a uno y con mucho
afecto. Quise contener en ese abrazo un llanto pronunciado. Sentía mucho dolor
por la inminente partida de mi madre. Quizás con ese abrazo pretendí sostener a
la familia unida, a la familia en tiempo presente para siempre e impedir que
cualquier horror, como lo era la guerra, nos tocara de nuevo. Anna se percató
de mi sentir y me preguntó sobre mamá.
—Está un poco cansada, pero bien. Ha tomado su desayuno sentada a la mesa y
luego se recostó de nuevo en la cama —. No añadí más para no alterar a los niños
y mostré una sonrisa quieta —. Coromoto ¿Me trae café? Ah, y leche, por favor.
—Por supuesto señor Egon —.
—Muchas gracias Coromoto, y en cuanto pueda acompañe a mamá hasta que
Esther llegue, por favor —.
—De inmediato, no se preocupe, y ella no debe tardar en venir.
—Eduardo llamó hace poco y dijo que está por llegar y el chofer también
llamó. Ya está en camino junto a Eugenia, cree que después de mediodía estarán
aquí —. Comentó Anna —. Debo llevar a los niños al colegio y luego regresaré a
casa —. La señora Esther, la enfermera del turno de día, vendrá en media hora.
—Muy bien Anna, a tu regreso iré a la oficina y en la tarde nos reuniremos
todos de nuevo. No vendré para el almuerzo. Anna no respondió, sólo asentó
comprendiéndome. Ella tiene ese sentido del tacto con el que se intuye cuáles
son las aristas íntimas del alma a las que es mejor no acercarse, por amor y
por respeto. Dice que todos tenemos
secretos y que es justo respetarlos.
Anna es mi compañera perfecta. Junto a ella renazco. Es una mujer vital y
precisa que se centra en lo fundamental en la vida, con la misma intensidad con
que enfrenta los detalles del diario acontecer. Gestiona desde el detalle más
pequeño hasta el más importante de nuestro hogar y de nuestras empresas. Anna
es fantástica.
Dirán que la veo con ojos de enamorado, y es cierto. El estar enamorados es
algo subjetivo, pero de forma objetiva, también amo a mi Anna. Es maravillosa.
Junto a ella todo el lado oscuro de las personas es superado,todo es posible,
no existe empresa imposible. Es sorprendente, se desempeña con soltura en la
preparación de exquisitos platillos, pasando por la atención a los hijos,
coordinación de nuestras empresas, organización de bodas y fiestas fastuosas
hasta la construcción de iglesias. Doy gracias a Dios por haber encontrado a
Anna, mi compañera y socia de vida. Me ha dado comprensión y la mayor de las
alegrías: nuestros hijos Erik, Fabio y Daniela. Anna es de una materia
resistente y suave a la vez. Es tenaz y comprensiva. Ah, no se rían, no soy
sólo un enamorado más. Ella es ciertamente magnífica.
—Anna Giovanna —. Dije en voz alta sin percatarme de lo que hacía.
— ¿Cómo? ─. Preguntó Witold.
— ¡Ah sí! —. Desperté de mi ensoñación. Estaba pensando en Anna y continué:
— ¿Sabes que ya ha sido concluida la construcción de la Iglesia de Santa
Ana de La Lagunita? Ha sido una obra dirigida por ella y ha logrado
íntegramente la recolección de los fondos necesarios para concretar el
proyecto. Es un edificio religioso perteneciente a la iglesia católica romana localizado
en este sector de La Lagunita, del llamado Municipio El Hatillo. Forma parte de
la ruta de algunos fieles católicos de la ciudad de Caracas, que la utilizan en
la peregrinación conocida como Ruta de los Siete Templos. Se ha convertido en
una iglesia popular entre las parejas para celebrar matrimonios o compromisos
debido a la vistosidad de su arquitectura y el entorno verde del sector. La
ceremonia de consagración por parte del Obispado se realizó el mes de febrero
pasado. Fue una lástima que no hayas podido asistir.
—Así es, pero fue una estupenda noticia. Esta es una zona del sureste de la
ciudad de Caracas ¿No es así? —. Preguntó Witold de forma distraída.
—Sí, efectivamente—. Respondí y en ese momento se presentó Esther, la
enfermera.
—Buenos días. Ya me dispongo a asumir la guardia diurna señor Egon. Buenos
días señor Witold. ¿Cómo se encuentran?
Ambos hermanos guardamos silencio. Sólo respondimos con un gesto cordial y
respetuoso. La mujer entendió y se dispuso a ir a la habitación de mamá.
—Yo estaré aquí atento a la llegada de Eduardo y Eugenia, acompañaré a mamá
todo el día. Subiré a su habitación ─. Añadió Witold.
Miré a mi hermano con agradecimiento y nos despedimos. Me recliné
lentamente sobre la silla. Miré hacia la fuente del jardín a través de la
ventana, y vi el movimiento repetitivo del agua; ese ir y venir me pareció un
remedo de la rueda del tiempo. Sí, porque el tiempo se asemeja a una gigantesca
e interminable noria, y de la que no podemos escapar, así como pareciera que no
podemos escapar de nuestros enemigos, como decía mamá con cierta frecuencia.
Con un respiro hondo, me encaminé a atender los asuntos de trabajo. Hice
llamadas, respondí notas de correspondencia, revisé presupuestos y el
movimiento de facturación del mes. Cumplí con mis deberes de forma automática.
Mi mente flotaba más allá de mí, alrededor de dudas existenciales: La razón
de la vida, la razón de la muerte… ¡Cuánto me gustaría poder llevar aquello a
una fórmula matemática simple! Al lenguaje en el que me desenvuelvo con mayor
soltura: El lenguaje numérico.
En medio de esas reflexiones me llamaron por teléfono para anunciarme que
mis hermanos Eduardo y Eugenia ya se encontraban en casa. Me apresuré a
organizar mi agenda y mis papeles, di las instrucciones para el resto de la
semana, y llamé a Anna para avisarle de mi regreso a casa.
Mis sentimientos eran una mezcla de alegría y tristeza. Alegría por tener a
la familia reunida en torno a mamá, y de tristeza, por ser aquella, una reunión
de despedida.
Ya atardecía y en la casa todo estaba en perfecto orden. Las cortinas, los
muebles, las flores, los cuadros y las alfombras fluían en armonía de colores.
La vajilla y la cristalería habían sido dispuestas sobre la mesa del comedor a
la espera de la hora de la cena. Me dirigí hacia la terraza donde me esperaban
Anna y mis hermanos, que ya habían visto a mamá. Conversamos cordialmente.
Expresamos el gran cariño que nos une y Eduardo le preguntó a Eugenia sobre el
convento. Ella le respondió: ─ Allá el tiempo nos ignora. Flotamos de las
oraciones de la madrugada, que llamamos maitines hasta el crepúsculo sin
sobresaltos ni apetencias. La hiedra que escala los muros penetra nuestras
conciencias y puedes sentir el moho del tedio en tu cerebro ─. Respiró
profundamente y continuó ─. Pero el recuerdo de mis seres queridos me mantiene,
la fe en Dios y La Virgen me sostiene. Hemos de emerger a otra vida con alegría
y entereza.
—Te quiero mucho Eugenia —. Dijo Witold.
En medio de ese fraternal intercambio mi atención se desvió hacia la brisa
que agitaba los bambús del jardín, las risas de los niños, el verdor de los
árboles de mango, los parloteos de las guacamayas y los lejanos ladridos de los
perros del vecino.
Creo que comprendimos que el tiempo particular que había hilado nuestras
vidas distanciaba sus puntadas y el hilo que nos unía a mamá estaba por
romperse. Sentí una gran impotencia, pero no lo expresé. ¿Para qué hacerlo?
¿Para qué llorar?
Pasamos al comedor y cenamos casi en silencio. Miré los ojos grises de
Eugenia. No teníamos nada más que decir.
En ese momento, escuché que Anna recibía al sacerdote. Los saludos llenos
de cordialidad y cortesía no cubrían del todo la pesadumbre que significaba
aquella visita. Necesaria sí, pero determinante. Salí al recibidor y di la
bienvenida al clérigo, quien fue conducido por Anna y Eugenia a los altos de la
casa, hacia la habitación de mamá.
Me quedé junto a Eduardo y Witold, los niños continuaban distraídos con sus
juegos. Aún no caía la noche por completo.
Mis pensamientos me arrastraron hacia lo más hondo de un silencio de despedidas
y de recapacitaciones.
Vivimos, construimos, destruimos nuestras vidas, las rehacemos,
reemprendemos proyectos para comprender que hagamos lo que hagamos va a haber
un final. Podemos contemplar todo lo que hemos hecho como un gran tapiz, lleno
de principio a fin de casualidades, de aciertos y de equivocaciones, de riesgos
asumidos y de cobardías; pero creo que sólo de lo que estemos orgullosos
debería estar lleno nuestro propio y particular tapiz.
Así construyó Aniela Buda, mi querida madre, su tapiz. Lo decoró con lo que
la hacía sentir orgullosa, como lo hacen las almas valerosas y auténticas.
Eugenia bajó a buscarnos: —Ya es la hora —. La seguimos escaleras arriba.
Dentro de la habitación rodeamos la cama de nuestra madre y ella nos miró uno a
uno. Nos pidió que nos acercáramos más para besarnos en la frente. Cada beso
más débil que el anterior, pero fueron los cuatro besos más dulces y tiernos
que pudo haber en ese incipiente amanecer.
Al incorporarnos la enfermera limpió la frente de mamá y le acomodó las
frazadas. Eugenia acercó una silla a la cama y le tomó las manos. Me retiré
hacia la puerta y dirigí mi mirada hacia la cómoda. Ya habría tiempo para los
escritos allí guardados.
Eduardo pronunció unas palabras: — Anioł
niezrównane piękno—. (Ángel de
belleza inigualable). Ella sonrió y cerró los ojos para siempre.
Miré el pequeño calendario que estaba sobre el escritorio. Era el cuatro de
junio de mil novecientos setenta y siete.